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El Leguiísmo y el fujimorismo en el Perú: Reflexionando la vida política peruana.

domingo, 3 de mayo de 2009

Daniel Morán[1]
aedo27@hotmail.com
Universidad Nacional de San Martín-IDAES (Buenos Aires, Argentina).

María Isabel Aguirre[2]
isbmery@hotmail.com
Universidad Nacional Mayor de San Marcos (Lima, Perú).

1919 y 1992, representan en nuestra historia política dos fechas emblemáticas para comprender mejor el desempeño de la práctica política en el Perú. En el primer caso, el creciente movimiento social iniciado a principios del siglo XX encontraría su cúspide en las luchas obreras de 1919 por la jornada de las ocho horas de trabajo y luego por los problemas de las subsistencias. Esas acciones sociales de gran envergadura ocasionaron el debilitamiento del apoyo popular de los gobiernos civilistas de la denominada República Aristocrática, todo ello confluyó en la aparición una vez más del reconocido político peruano Augusto B. Leguía. [3]
Todo el contexto de 1919 le fue propicio a Leguía, el desprestigio del partido civil, la insatisfacción de las demandas sociales, la línea excluyente y racista de los gobiernos de entonces, ayudaron a que la población y las tendencias de fuerza del momento vieran en Leguía la mejor posibilidad ante el desconcierto generalizado. Así, con todo a su favor Leguía se preparó para asumir la presidencia del país, sin embargo, una conjura oligárquica, que hasta ahora no ha sido probada, buscó quitarle el poder político de las manos, ante estas circunstancias Leguía realizó una meditada y radical maniobra política el 4 de julio de 1919 (paradójicamente día del aniversario de los Estados Unidos) al tomar por asalto el gobierno de José Pardo.
[4]
Por su parte, el 28 de julio de 1990 ante la estupefacta mirada de los partidos políticos tradicionales Alberto Fujimori asumía la presidencia de la República después de una reñida y prolongada contienda electoral. Fujimori con un 62% literalmente aplastó en la segunda vuelta a Mario Vargas Llosa que apenas obtuvo 38% de los votos. El mundo estaba totalmente al revés, un desconocido completo había llegado al sillón presidencial con apenas un cuarto de millón de dólares de inversión contra un conocido y premiado Vargas Llosa que derrochó cerca de 13 millones de dólares en su campaña presidencial.
[5]
Si bien Leguía y Fujimori llegaron al poder en forma distinta, uno por golpe de Estado y el otro por elecciones democráticas, ambos se vieron en la necesidad de copar el poder del Estado y poseer una mayoría parlamentaria para poder manejar a su antojo e interés la línea del régimen. Así, es como el 5 de abril de 1992 Fujimori ejecuta un autogolpe de Estado y toma rápidamente una serie de medidas autoritarias para aplacar el inicio de la “contrarrevolución” y justificar astutamente sus acciones. Leguía ya lo había hecho apenas pisó el palacio de gobierno, entonces, ambos presidentes supieron congregar la demanda popular y el apoyo de los mismos en sus respectivos contextos sociales y políticos.
Un examen exhaustivo de la contradictoria política peruana republicana nos mostraría como los diversos personajes políticos y sus partidos, cuando los hubo, recurrieron al apoyo popular y de los grupos progresistas del momento para conseguir sus intereses fundamentales. Incluso, desde la misma etapa de la dominación colonial en el Perú, las autoridades españolas y criollas necesitaron del concurso de la plebe para mantener, contradictoriamente, la estabilidad colonial. En las sublevaciones del siglo XVIII y del temprano XIX, la participación de las clases populares ya sea a favor o en contra de los movimientos fueron esenciales, las mismas luchas de la independencia y los conflictos civiles entre caudillos de los primeros años de la República evidenciaron el papel oportuno del pueblo.
Por ello, esa base social que tanto Leguía y Fujimori consiguieron tuvo en su esencia una cuota extrema de la herencia colonial y la degradación republicana materializadas ahora en lo que denominamos dictadura, populismo y autoritarismo.
Alberto Flores Galindo, en un texto publicado casi diez años después de su muerte, explicaba que en el Perú no solamente había una “República sin ciudadanos”, sino que además existía una fuerte y prolongada “tradición autoritaria” que se camuflaba en las relaciones de violencia y las doctrinas democráticas que la sociedad peruana desarrollaba.
[6] Para el contexto de fines del virreinato y comienzos de la República Flores Galindo sostenía también que era la violencia un ingrediente clásico en las relaciones sociales entre los hombres. Esa “violencia cotidiana”, ese “vivir separados” formó parte de la herencia colonial que heredamos y que aún reproducimos en nuestras relaciones contemporáneas. [7] La ciudad sumergida que el autor quiso comprender, la búsqueda del inca como proyecto que propuso y la tradición autoritaria que muestra en el desarrollo de la sociedad y el Estado peruano hacen de sus argumentos un campo abierto al debate y la reflexión crítica.
Siguiendo la línea de Tito, Eduardo Torres Arancivia ha considerado al siglo XX peruano como el siglo más violento, populista y autoritario de la vida republicana. Para el autor, el populismo tiene como cara visible a un líder carismático que utiliza la demagogia para conseguir el apoyo popular y poder representarlo. De la misma manera, el gobierno populista derrocha los fondos públicos con el objetivo primordial de sostener su Estado patrimonial-clientelista. El populista se convierte efectivamente en dueño del Estado y fomenta la enemistad social entre los grupos que conforman la sociedad que domina, es un agente astuto que materializa la tesis de “dividir para reinar”, manteniendo su desprecio por el orden legal y destruyendo así la democracia. Por todo ello, concluye Torres Arancivia que el populismo es tal vez una de las formas más nocivas de autoritarismo y que la dictadura es el autoritarismo llevado a su máxima expresión.
[8]
Es algo cotidiano considerar la presencia del autoritarismo en acciones militares, en golpes de Estado comandados generalmente por las fuerzas armadas, sin embargo, la realidad peruana nos muestra que no solamente encontramos comportamientos autoritarios en los miembros castrenses, sino en las mismas relaciones cotidianas y civiles. Por ejemplo, el papel del hombre providencial (el Mesías) y la creencia en un gobierno fuerte para acabar con la crisis es un postulado altamente autoritario. El pueblo tiene en la memoria colectiva esa traba social, no puede confiar en partidos ni en grupos organizados, prima en sus pensamientos la labor individual del líder carismático y con mano dura para acabar con el desastre. Solo así entendemos la tesis de Augusto Ruiz Zevallos de que el Perú terminó convertido en una sociedad sin centro, en donde todos los hombres apuntaban en direcciones contrarias, sin interesarles el destino colectivo del país.
[9]
Estos mismos postulados los ha señalado el historiador Heraclio Bonilla, cuando ha reflexionado sobre el comportamiento político de los gobiernos de la segunda mitad del siglo XX. Como afirma el autor: “Habrán nuevos cambios en los nombres de los presidentes, pero nada indica […] que la situación vaya a experimentar un cambio profundo.” Las autoridades están más preocupadas en equilibrar los parámetros macroeconómicos que en permitir una real distribución de los ingresos del Estado. Solamente se inclinan a dar una miserable limosna cuando estallan movimientos sociales de protesta que ponen en peligro su estabilidad, o si se encuentran en plena campaña electoral con el único objetivo de ganar los votos populares. “Seguirán por cierto, otros Fujimoris u otros Toledos [podemos decir otros Leguías], con la capacidad momentánea de encender el entusiasmo de la gente, pero nada más.”
[10] Ello, es una muestra clara de la ausencia de una fuerza organizada que permita alterar de manera real los cambios tibios o parciales desarrollados a lo largo de la historia peruana.
En ese sentido, los gobiernos de Leguía y Fujimori se caracterizaron como regímenes autoritarios y con síntomas de un populismo que llegó a convertirse en dictadura. El “hombre providencial” y el “líder carismático”, en ambos casos fueron utilizados para ganar adherentes y partidarios. El Oncenio fue calificado como la “patria nueva”, el “siglo de Leguía” y el presidente como “Wiracocha”, el “Nuevo Mesías” y “el gigante del pacífico.”
[11]
Si bien Fujimori no recibió esos títulos tan resonantes fue considerado como un personaje que supo utilizar sus rasgos raciales para arrebatarle el poder político al “blanco” y “candidato de los ricos” Vargas Llosa, aunque parezca poco real tal afirmación, en el Perú dicho argumento sigue siendo aún persistente. El racismo y su cuota obligada de menosprecio, marginación y exclusión social se fundamenta como un discurso ideológico de dominación social que establece jerarquías sociales entre las razas.
[12] Esta vez la condición no blanca de Fujimori le ayudó a ser visto como un personaje cercano al pueblo y el típico “candidato de los pobres”, sus rasgos orientales también le sirvieron para ser calificado como trabajador y responsable. Por ello, “el chino” difundió su lema de campaña: “honradez, tecnología y trabajo.”
En síntesis, podemos afirmar que entre ambos gobiernos se dieron las siguientes similitudes:
En primer lugar, Leguía y Fujimori fueron antecedidos por gobiernos en crisis lo cual les permitió aparecer como una nueva opción y única alternativa de cambio capaz de reorganizar todo el aparato estatal y dar fin al desequilibrio económico nacional, accediendo con ello a una inmensa preferencia de los sectores populares del país.
En segundo lugar, al encontrarse ambos presidentes sin mayoría parlamentaria y sufrir una férrea oposición en el legislativo se vieron en la necesidad de romper el orden constitucional vigente a través del golpe de Estado. Apoyados por las fuerzas armadas cerraron el Congreso y se apoderaron de las principales instituciones gubernamentales logrando así tener el total control político del país dando inicio a un marcado régimen autoritario.
En tercer lugar, se vieron en la urgencia de tomar una serie de medidas que les permita legalizar el golpe, que les dé a la vez la tranquilidad de mantenerse en el poder. Entre ellas tenemos: la elaboración de una nueva Carta Magna y sus posteriores enmiendas, el establecimiento de un nuevo Congreso con mayoría del gobierno, la realización de la tan esperada “utopía de modernidad”, así como, el apoyo del Estado a los sectores más necesitados del país.
En cuarto lugar, para cumplir con todas las exigencias de cambio, se necesitó la participación de sectores internos, pero principalmente externos en el ámbito nacional. De esta manera, las inversiones jugaron un rol fundamental en tan ambiciosa empresa a la vez que ponían al país en una total dependencia que llevarían al resquebrajamiento de las bases del autoritarismo y su posterior caída.
Finalmente, la total dependencia hacia el capital foráneo, la crisis económica existente, la violación de los derechos humanos y de expresión, la coacción del aparato estatal y particular, así como, la excesiva corrupción generalizada y el surgimiento de nuevos líderes políticos, dieron lugar a la descomposición de los regímenes y el inicio de un largo proceso de transición en la escena política del país.
En definitiva, Leguía y Fujimori representaron dos momentos en la historia republicana del Perú en donde la tradición autoritaria supo manejar los intereses de la sociedad y logró la estabilidad del sistema de gobierno por un tiempo prolongado, sin embargo, paradójicamente, ese mismo sistema ocasionó que ambos regímenes precipitaran su violenta caída del poder del Estado.
[13]
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[1] Licenciado en Historia por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (2008), autor de 3 libros, 33 artículos y conferencista en 31 eventos académicos de su especialidad. Director de Illapa. Revista Latinoamericana de Ciencias Sociales (3 números, 2007-2008) y de la Colección Historia de la Prensa Peruana (2 números, 2007-2008). Ganador de la Beca Roberto Carri 2009 por la cual, actualmente, estudia la Maestría en Historia en el Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín en Buenos Aires-Argentina (2009-2010).
[2] Bachiller en Ciencias Sociales, especialidad de Historia (UNMSM, 2007). Se encuentra preparando su Tesis sobre la prensa durante la República Aristocrática. Ha publicado el libro Lima a través de la prensa (2008); 9 artículos de investigación y ha dado 13 conferencias en congresos de su especialidad. Actualmente es codirectora de la revista Illapa y de la Colección Historia de la Prensa Peruana e investigadora del Archivo Arzobispal de Lima.
[3] Carlos Contreras y Marcos Cueto. Historia del Perú contemporáneo. Lima: Red para el desarrollo de las Ciencias Sociales en el Perú, 2007, pp. 234-235.
[4] Franklin Pease. Breve historia contemporánea del Perú. México: Fondo de Cultura Económica del Perú, 1999, pp. 162-163.
[5] Peter Klarén. Nación y sociedad en la historia del Perú. Lima: IEP, 2005, pp. 487-488.
[6] Alberto Flores Galindo. La tradición autoritaria. Violencia y democracia en el Perú. Lima: Sur Casa de Estudios del Socialismo – APRODEH, 1999.
[7] Alberto Flores Galindo. La ciudad sumergida. Aristocracia y plebe en Lima, 1760-1830. Lima: Editorial Horizonte, 1991.
[8] Eduardo Torres Arancivia. Buscando un rey. El autoritarismo en la historia del Perú. Siglo XVI-XXI. Lima: Fondo Editorial de la PUCP, 2007, pp. 139-141.
[9] Augusto Ruiz Zevallos. Buscando un centro. La crisis de la modernidad y el discurso histórico en el Perú. Lima: Universidad Nacional Federico Villarreal, 1998.
[10] Heraclio Bonilla. La trayectoria del desencanto. El Perú en la segunda mitad del siglo XX. Lima: Arteidea editores, 2006, pp. 157-162.
[11] Manuel Burga y Alberto Flores Galindo. Apogeo y crisis de la república aristocrática. Lima: Fundación Andina- Sur Casa de Estudios del Socialismo, 1994, pp. 224-225.
[12] Alberto Flores Galindo. Buscando un inca: Identidad y utopía en los andes. Lima: Sur Casa de Estudios del Socialismo, 2005, pp. 235-236.
[13] Daniel Morán y María Isabel Aguirre. “Leguía y Fujimori: Entre la democracia y el autoritarismo en el Perú del siglo XX.” Illapa. Lima, Nº 3, 2008.

Los años de la violencia y la corrupción política en el Perú

miércoles, 22 de abril de 2009

Lic. Daniel Morán[1]
aedo27@hotmail.com

Universidad Nacional Mayor de San Marcos (Lima, Perú).

Universidad Nacional de San Martín-IDAES (Buenos Aires, Argentina).


Hace aproximadamente seis meses en la ya convulsionada vida política nacional, la ex ministra de educación Mercedes Cabanillas, hoy paradójicamente ministra del interior, denunció un presunto “contrabando ideológico”, eminentemente senderista, en un libro de Ciencias Sociales del quinto año de educación secundaria. En apreciación de la actual ministra el texto comete errores garrafales y promueve, a modo de ejemplo, una elección inconcebible entre dos opciones: la primera, optar por los terroristas que “luchan por un país mejor, aunque con métodos violentistas”, y la otra, “ponen a las fuerzas armadas.” Para Cabanillas ninguna de las dos son opciones, lo que se tuvo que proponer fue la adopción y consolidación de la “democracia con sus valores y todas sus imperfecciones.” [2]

Sin embargo, le preguntaríamos a la ex ministra de educación ¿Cómo explicar a los sectores más humildes y pobres del país que la democracia es la mejor opción cuando cerca de dos siglos de “vida independiente” no han hecho sino mantener la marginación y miseria de los sectores populares? Cabanillas insiste en que la división entre ricos y pobres, ciudad y campo, no puede ser una causa que explique el surgimiento de Sendero. Mejor dicho la miseria y la política excluyente del Estado hacia la sociedad no es causa del terrorismo. El contrabando, en sus palabras, es que “allí donde hay pobreza ya tiene que haber un movimiento terrorista.” Entonces, congresista Cabanillas ¿Por qué la gente pobre protesta? ¿Por qué sus demandas se dirigen al Estado y al gobierno? ¿Acaso no es el Estado el encargado de solucionar la pobreza, de soldar las divergencias entre la sociedad civil y la sociedad política?

Para los campesinos y los más pobres del país la democracia fue una ilusión que se desvaneció apenas pasaron las elecciones, no representó una alternativa consistente que cubriera sus necesidades y solucionara sus problemas. Al contrario, muchos lo vieron como una estafa electorera y sin vinculación social. Pero, ¿el problema es de la democracia?, ¿una doctrina en el papel puede causar tantas consecuencias?, evidentemente que no. Es la sociedad política la encargada de plasmar en la práctica los fundamentos democráticos, y ¿lo han hecho en forma consciente y desinteresada?, cada uno de nosotros tiene su propia respuesta.

La condición de vida material, el día a día cotidiano, la pobreza extrema explicarían el descontento social de los más pobres del Perú. Esas circunstancias en la vida popular, al ver que la democracia no funcionaba, empujarían a parte de la población fundamentalmente rural a la búsqueda de otra alternativa que cubriera sus expectativas. Estas personas se jugaban su existencia, no era simplemente una opción política, sino el anhelo de una vida mejor. Allí, la ideología de Sendero puso a prueba su poder de convocatoria y base real de justificación social. En otras palabras, el Estado, en cierta manera, fue responsable de la propagación del descontento popular y la pobreza de la gente, el gobierno, de repente si querer, empujó a los más pobres a buscar otra alternativa de cambio.

Incluso, en pleno conflicto entre los terroristas y el Estado, muchos campesinos tuvieron que elegir entre apoyar a los militares para probar su apoyo a la “democracia”, y ayudar a los terroristas para evitar ser aniquilados. Es decir, las dos alternativas de la lucha armada en el Perú fueron catastróficas para los más pobres. Los campesinos se sintieron acorralados y sin opción libre que elegir, por ello, sufrieron la imposición de las circunstancias en el desarrollo de sus vidas.

Volviendo a la polémica, la actual ministra del interior Cabanillas hace otras objeciones al texto de Ciencias Sociales, como la cifra de los muertos que en algunas páginas se señala que fueron 69 mil 280 víctimas, mientras que en otra página apenas 25 mil, este cuestionamiento es superficial, pues sólo se trata de un error de imprenta que fácilmente tiene solución.[3]

En opinión de otros intelectuales el objetivo básico de las denuncias de Cabanillas estaría en desacreditar el trabajo de la Comisión de la Verdad.[4] Aquel argumento puede vislumbrarse en la entrevista que La República hiciera a la congresista aprista:

“A mí me merecen respeto todos los miembros de la Comisión de la Verdad, nunca he tenido para CVR palabras descalificadoras. No obstante, su producto, su tesis, sus conclusiones o sus recomendaciones son debatibles, opinables. Me remito a la realidad. Ha generado toda una discusión, no una reconciliación.” [5]

Pero, ¿un informe está obligado a lograr la reconciliación?, y las recomendaciones de la CVR ¿fueron tomados en cuenta y aplicados? No parece más objetivo afirmar que es el gobierno el encargado de llevar adelante esa “reconciliación”, de ver las formas de relacionar a la sociedad civil y la sociedad política, de acabar de una vez por todas con la pobreza de la gente y de ofrecer una alternativa social de cambio para todos.

Un comentario agudo reveló, tentativamente, los verdaderos intereses del gobierno:

“Es una suerte de revisionismo histórico, donde la historia reciente debe ser masticada primero por la policía y luego enseñada. Una historia con buenos y malos, quizá borrando hechos bochornosos como las muertes y desapariciones provocadas por las fuerzas del orden. Con senderistas malos y policías y militares buenos buenos. Si pues parece que los sectores oficialistas y conservadores del país quieren reescribir la historia de acuerdo con su gusto y sus intereses.” [6]

Si el Estado promueve una historia oficial sin sustento científico y acrítica, cómo pedimos entonces que nuestros maestros y alumnos logren tener un espíritu y pensamiento propio y crítico de la realidad. Si acomodamos la historia en una sola tendencia que satisfaga los intereses de unos pocos, cómo queremos que la gran mayoría considere como suya dicha historia. Reafirmamos nuestro argumento de difundir una historia que dé cuenta de todos los hechos, actores sociales y procesos históricos de la realidad nacional. El docente y el estudiante son agentes pensantes capaces de discernir entre una y otra versión de la historia, no podemos seguir tratando al educando como un agente pasivo y receptivo de la información, sino debemos animar a que ellos cuestionen objetivamente la historia y su propia existencia.

Finalmente, ¿la democracia ha calado en el Perú?, ¿qué opinan los peruanos del gobierno y sus congresistas?, ¿qué ejemplos y modelos democráticos estamos brindando a nuestros alumnos?, las respuestas se estrellan, otra vez, duramente con la realidad.[7]

Solo hace unos meses ha sucedido un terrible terremoto político en el gobierno aprista. Se ha puesto al descubierto la corrupción estatal de miembros del partido oficialista y funcionarios públicos. En el programa Cuarto Poder se emitió tres audios:

“Que revelan negociaciones amañadas para favorecer a la firma noruega Discover Petroleum. Los involucrados en el escándalo son el director de Perú-Petro Alberto Quimper y el ex ministro aprista Rómulo León Alegría. Dialogan sobre pagos por la concesión para explotar lotes petrolíferos en el zócalo continental y en Madre de Dios.”[8]

Estos sucesos ocasionaron que el gabinete ministerial en su conjunto pusiera su cargo a disposición y que el presidente García aceptara la renuncia de sus ministros.[9] Por ejemplo, en la portada principal del diario La primera se señaló que: “Ratas, pericotes y algo más, comen del mismo plato”[10], y un analista político como Sinesio López refiriéndose al caso de los Petro-audios afirmó que: “Es sólo punta del iceberg de la corrupción.”[11]

La corrupción en el Perú es una institución política nacional, no solamente es del actual gobierno ni del primer lustro aprista (1985-1990), la década Fujimorista demostró el alto grado de corrupción existente en las esferas del poder. Gobiernos anteriores como los gobiernos de Castilla, Echenique, el Oncenio de Leguía, el Ochenio de Odría, entre otros, estuvieron envueltos en mafias ocultas y negociados arreglados para satisfacer intereses particulares sin preocupación social.[12] Estas comprobaciones de la historia peruana deben mostrarnos las verdaderas páginas que aún faltan por escribir y reflexionar en el país. Por lo tanto, estos episodios deben ser los indicios suficientes para llevar adelante un programa educativo diferente en donde los problemas sociales sean pensados, debatidos y solucionados a partir de una participación colectiva de los peruanos.

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Lima, Miércoles 22 de abril del 2009.


[1] Licenciado en Historia por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (2008), autor de 3 libros, 32 artículos y conferencista en 31 eventos académicos de su especialidad. Director de Illapa. Revista Latinoamericana de Ciencias Sociales (3 números, 2007-2008) y de la Colección Historia de la Prensa Peruana (2 números, 2007-2008). Ganador de la Beca Roberto Carri 2009 por la cual, actualmente, estudia la Maestría en Historia en el Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín en Buenos Aires-Argentina (2009-2010).
[2] Domingo. La revista de La República. Lima, del 21 de septiembre del 2008, pp. 8-9.
[3] Domingo. La revista de La República. Lima, del 7 de septiembre del 2008, pp. 7-8.
[4] Domingo. La revista de La República. Lima, del 7 de septiembre del 2008, p. 8.
[5] Domingo. La revista de La República. Lima, del 21 de septiembre del 2008, p. 8.
[6] Domingo. La revista de La República. Lima, del 7 de septiembre del 2008, pp. 7-8.
[7] Véase Daniel Morán y María Aguirre. “Leguía y Fujimori: Entre la democracia y el autoritarismo en el Perú del siglo XX.” Illapa, Lima, Nº 3, 2008.
[8] El Comercio. Lima, del domingo 12 de octubre del 2008, p. a8.
[9] Domingo. La revista de La República. Lima, del 12 de octubre del 2008, pp. 1, 6-9.
[10] La Primera. Lima, del jueves 9 de octubre del 2008, p. 1.
[11] La Primera. Lima, del jueves 9 de octubre del 2008, p. 7.
[12] Eduardo Torres Arancivia. Buscando un rey. El autoritarismo en la historia del Perú. Siglo XVI-XXI. Lima: Fondo Editorial de la PUCP, 2007.