Daniel Morán[1]
aedo27@hotmail.com
Universidad Nacional de San Martín-IDAES (Buenos Aires, Argentina).
María Isabel Aguirre[2]
isbmery@hotmail.com
Universidad Nacional Mayor de San Marcos (Lima, Perú).
1919 y 1992, representan en nuestra historia política dos fechas emblemáticas para comprender mejor el desempeño de la práctica política en el Perú. En el primer caso, el creciente movimiento social iniciado a principios del siglo XX encontraría su cúspide en las luchas obreras de 1919 por la jornada de las ocho horas de trabajo y luego por los problemas de las subsistencias. Esas acciones sociales de gran envergadura ocasionaron el debilitamiento del apoyo popular de los gobiernos civilistas de la denominada República Aristocrática, todo ello confluyó en la aparición una vez más del reconocido político peruano Augusto B. Leguía. [3]
Todo el contexto de 1919 le fue propicio a Leguía, el desprestigio del partido civil, la insatisfacción de las demandas sociales, la línea excluyente y racista de los gobiernos de entonces, ayudaron a que la población y las tendencias de fuerza del momento vieran en Leguía la mejor posibilidad ante el desconcierto generalizado. Así, con todo a su favor Leguía se preparó para asumir la presidencia del país, sin embargo, una conjura oligárquica, que hasta ahora no ha sido probada, buscó quitarle el poder político de las manos, ante estas circunstancias Leguía realizó una meditada y radical maniobra política el 4 de julio de 1919 (paradójicamente día del aniversario de los Estados Unidos) al tomar por asalto el gobierno de José Pardo. [4]
Por su parte, el 28 de julio de 1990 ante la estupefacta mirada de los partidos políticos tradicionales Alberto Fujimori asumía la presidencia de la República después de una reñida y prolongada contienda electoral. Fujimori con un 62% literalmente aplastó en la segunda vuelta a Mario Vargas Llosa que apenas obtuvo 38% de los votos. El mundo estaba totalmente al revés, un desconocido completo había llegado al sillón presidencial con apenas un cuarto de millón de dólares de inversión contra un conocido y premiado Vargas Llosa que derrochó cerca de 13 millones de dólares en su campaña presidencial. [5]
Si bien Leguía y Fujimori llegaron al poder en forma distinta, uno por golpe de Estado y el otro por elecciones democráticas, ambos se vieron en la necesidad de copar el poder del Estado y poseer una mayoría parlamentaria para poder manejar a su antojo e interés la línea del régimen. Así, es como el 5 de abril de 1992 Fujimori ejecuta un autogolpe de Estado y toma rápidamente una serie de medidas autoritarias para aplacar el inicio de la “contrarrevolución” y justificar astutamente sus acciones. Leguía ya lo había hecho apenas pisó el palacio de gobierno, entonces, ambos presidentes supieron congregar la demanda popular y el apoyo de los mismos en sus respectivos contextos sociales y políticos.
Un examen exhaustivo de la contradictoria política peruana republicana nos mostraría como los diversos personajes políticos y sus partidos, cuando los hubo, recurrieron al apoyo popular y de los grupos progresistas del momento para conseguir sus intereses fundamentales. Incluso, desde la misma etapa de la dominación colonial en el Perú, las autoridades españolas y criollas necesitaron del concurso de la plebe para mantener, contradictoriamente, la estabilidad colonial. En las sublevaciones del siglo XVIII y del temprano XIX, la participación de las clases populares ya sea a favor o en contra de los movimientos fueron esenciales, las mismas luchas de la independencia y los conflictos civiles entre caudillos de los primeros años de la República evidenciaron el papel oportuno del pueblo.
Por ello, esa base social que tanto Leguía y Fujimori consiguieron tuvo en su esencia una cuota extrema de la herencia colonial y la degradación republicana materializadas ahora en lo que denominamos dictadura, populismo y autoritarismo.
Alberto Flores Galindo, en un texto publicado casi diez años después de su muerte, explicaba que en el Perú no solamente había una “República sin ciudadanos”, sino que además existía una fuerte y prolongada “tradición autoritaria” que se camuflaba en las relaciones de violencia y las doctrinas democráticas que la sociedad peruana desarrollaba. [6] Para el contexto de fines del virreinato y comienzos de la República Flores Galindo sostenía también que era la violencia un ingrediente clásico en las relaciones sociales entre los hombres. Esa “violencia cotidiana”, ese “vivir separados” formó parte de la herencia colonial que heredamos y que aún reproducimos en nuestras relaciones contemporáneas. [7] La ciudad sumergida que el autor quiso comprender, la búsqueda del inca como proyecto que propuso y la tradición autoritaria que muestra en el desarrollo de la sociedad y el Estado peruano hacen de sus argumentos un campo abierto al debate y la reflexión crítica.
Siguiendo la línea de Tito, Eduardo Torres Arancivia ha considerado al siglo XX peruano como el siglo más violento, populista y autoritario de la vida republicana. Para el autor, el populismo tiene como cara visible a un líder carismático que utiliza la demagogia para conseguir el apoyo popular y poder representarlo. De la misma manera, el gobierno populista derrocha los fondos públicos con el objetivo primordial de sostener su Estado patrimonial-clientelista. El populista se convierte efectivamente en dueño del Estado y fomenta la enemistad social entre los grupos que conforman la sociedad que domina, es un agente astuto que materializa la tesis de “dividir para reinar”, manteniendo su desprecio por el orden legal y destruyendo así la democracia. Por todo ello, concluye Torres Arancivia que el populismo es tal vez una de las formas más nocivas de autoritarismo y que la dictadura es el autoritarismo llevado a su máxima expresión. [8]
Es algo cotidiano considerar la presencia del autoritarismo en acciones militares, en golpes de Estado comandados generalmente por las fuerzas armadas, sin embargo, la realidad peruana nos muestra que no solamente encontramos comportamientos autoritarios en los miembros castrenses, sino en las mismas relaciones cotidianas y civiles. Por ejemplo, el papel del hombre providencial (el Mesías) y la creencia en un gobierno fuerte para acabar con la crisis es un postulado altamente autoritario. El pueblo tiene en la memoria colectiva esa traba social, no puede confiar en partidos ni en grupos organizados, prima en sus pensamientos la labor individual del líder carismático y con mano dura para acabar con el desastre. Solo así entendemos la tesis de Augusto Ruiz Zevallos de que el Perú terminó convertido en una sociedad sin centro, en donde todos los hombres apuntaban en direcciones contrarias, sin interesarles el destino colectivo del país. [9]
Estos mismos postulados los ha señalado el historiador Heraclio Bonilla, cuando ha reflexionado sobre el comportamiento político de los gobiernos de la segunda mitad del siglo XX. Como afirma el autor: “Habrán nuevos cambios en los nombres de los presidentes, pero nada indica […] que la situación vaya a experimentar un cambio profundo.” Las autoridades están más preocupadas en equilibrar los parámetros macroeconómicos que en permitir una real distribución de los ingresos del Estado. Solamente se inclinan a dar una miserable limosna cuando estallan movimientos sociales de protesta que ponen en peligro su estabilidad, o si se encuentran en plena campaña electoral con el único objetivo de ganar los votos populares. “Seguirán por cierto, otros Fujimoris u otros Toledos [podemos decir otros Leguías], con la capacidad momentánea de encender el entusiasmo de la gente, pero nada más.” [10] Ello, es una muestra clara de la ausencia de una fuerza organizada que permita alterar de manera real los cambios tibios o parciales desarrollados a lo largo de la historia peruana.
En ese sentido, los gobiernos de Leguía y Fujimori se caracterizaron como regímenes autoritarios y con síntomas de un populismo que llegó a convertirse en dictadura. El “hombre providencial” y el “líder carismático”, en ambos casos fueron utilizados para ganar adherentes y partidarios. El Oncenio fue calificado como la “patria nueva”, el “siglo de Leguía” y el presidente como “Wiracocha”, el “Nuevo Mesías” y “el gigante del pacífico.” [11]
Si bien Fujimori no recibió esos títulos tan resonantes fue considerado como un personaje que supo utilizar sus rasgos raciales para arrebatarle el poder político al “blanco” y “candidato de los ricos” Vargas Llosa, aunque parezca poco real tal afirmación, en el Perú dicho argumento sigue siendo aún persistente. El racismo y su cuota obligada de menosprecio, marginación y exclusión social se fundamenta como un discurso ideológico de dominación social que establece jerarquías sociales entre las razas.[12] Esta vez la condición no blanca de Fujimori le ayudó a ser visto como un personaje cercano al pueblo y el típico “candidato de los pobres”, sus rasgos orientales también le sirvieron para ser calificado como trabajador y responsable. Por ello, “el chino” difundió su lema de campaña: “honradez, tecnología y trabajo.”
En síntesis, podemos afirmar que entre ambos gobiernos se dieron las siguientes similitudes:
En primer lugar, Leguía y Fujimori fueron antecedidos por gobiernos en crisis lo cual les permitió aparecer como una nueva opción y única alternativa de cambio capaz de reorganizar todo el aparato estatal y dar fin al desequilibrio económico nacional, accediendo con ello a una inmensa preferencia de los sectores populares del país.
En segundo lugar, al encontrarse ambos presidentes sin mayoría parlamentaria y sufrir una férrea oposición en el legislativo se vieron en la necesidad de romper el orden constitucional vigente a través del golpe de Estado. Apoyados por las fuerzas armadas cerraron el Congreso y se apoderaron de las principales instituciones gubernamentales logrando así tener el total control político del país dando inicio a un marcado régimen autoritario.
En tercer lugar, se vieron en la urgencia de tomar una serie de medidas que les permita legalizar el golpe, que les dé a la vez la tranquilidad de mantenerse en el poder. Entre ellas tenemos: la elaboración de una nueva Carta Magna y sus posteriores enmiendas, el establecimiento de un nuevo Congreso con mayoría del gobierno, la realización de la tan esperada “utopía de modernidad”, así como, el apoyo del Estado a los sectores más necesitados del país.
En cuarto lugar, para cumplir con todas las exigencias de cambio, se necesitó la participación de sectores internos, pero principalmente externos en el ámbito nacional. De esta manera, las inversiones jugaron un rol fundamental en tan ambiciosa empresa a la vez que ponían al país en una total dependencia que llevarían al resquebrajamiento de las bases del autoritarismo y su posterior caída.
Finalmente, la total dependencia hacia el capital foráneo, la crisis económica existente, la violación de los derechos humanos y de expresión, la coacción del aparato estatal y particular, así como, la excesiva corrupción generalizada y el surgimiento de nuevos líderes políticos, dieron lugar a la descomposición de los regímenes y el inicio de un largo proceso de transición en la escena política del país.
En definitiva, Leguía y Fujimori representaron dos momentos en la historia republicana del Perú en donde la tradición autoritaria supo manejar los intereses de la sociedad y logró la estabilidad del sistema de gobierno por un tiempo prolongado, sin embargo, paradójicamente, ese mismo sistema ocasionó que ambos regímenes precipitaran su violenta caída del poder del Estado.[13]
Todo el contexto de 1919 le fue propicio a Leguía, el desprestigio del partido civil, la insatisfacción de las demandas sociales, la línea excluyente y racista de los gobiernos de entonces, ayudaron a que la población y las tendencias de fuerza del momento vieran en Leguía la mejor posibilidad ante el desconcierto generalizado. Así, con todo a su favor Leguía se preparó para asumir la presidencia del país, sin embargo, una conjura oligárquica, que hasta ahora no ha sido probada, buscó quitarle el poder político de las manos, ante estas circunstancias Leguía realizó una meditada y radical maniobra política el 4 de julio de 1919 (paradójicamente día del aniversario de los Estados Unidos) al tomar por asalto el gobierno de José Pardo. [4]
Por su parte, el 28 de julio de 1990 ante la estupefacta mirada de los partidos políticos tradicionales Alberto Fujimori asumía la presidencia de la República después de una reñida y prolongada contienda electoral. Fujimori con un 62% literalmente aplastó en la segunda vuelta a Mario Vargas Llosa que apenas obtuvo 38% de los votos. El mundo estaba totalmente al revés, un desconocido completo había llegado al sillón presidencial con apenas un cuarto de millón de dólares de inversión contra un conocido y premiado Vargas Llosa que derrochó cerca de 13 millones de dólares en su campaña presidencial. [5]
Si bien Leguía y Fujimori llegaron al poder en forma distinta, uno por golpe de Estado y el otro por elecciones democráticas, ambos se vieron en la necesidad de copar el poder del Estado y poseer una mayoría parlamentaria para poder manejar a su antojo e interés la línea del régimen. Así, es como el 5 de abril de 1992 Fujimori ejecuta un autogolpe de Estado y toma rápidamente una serie de medidas autoritarias para aplacar el inicio de la “contrarrevolución” y justificar astutamente sus acciones. Leguía ya lo había hecho apenas pisó el palacio de gobierno, entonces, ambos presidentes supieron congregar la demanda popular y el apoyo de los mismos en sus respectivos contextos sociales y políticos.
Un examen exhaustivo de la contradictoria política peruana republicana nos mostraría como los diversos personajes políticos y sus partidos, cuando los hubo, recurrieron al apoyo popular y de los grupos progresistas del momento para conseguir sus intereses fundamentales. Incluso, desde la misma etapa de la dominación colonial en el Perú, las autoridades españolas y criollas necesitaron del concurso de la plebe para mantener, contradictoriamente, la estabilidad colonial. En las sublevaciones del siglo XVIII y del temprano XIX, la participación de las clases populares ya sea a favor o en contra de los movimientos fueron esenciales, las mismas luchas de la independencia y los conflictos civiles entre caudillos de los primeros años de la República evidenciaron el papel oportuno del pueblo.
Por ello, esa base social que tanto Leguía y Fujimori consiguieron tuvo en su esencia una cuota extrema de la herencia colonial y la degradación republicana materializadas ahora en lo que denominamos dictadura, populismo y autoritarismo.
Alberto Flores Galindo, en un texto publicado casi diez años después de su muerte, explicaba que en el Perú no solamente había una “República sin ciudadanos”, sino que además existía una fuerte y prolongada “tradición autoritaria” que se camuflaba en las relaciones de violencia y las doctrinas democráticas que la sociedad peruana desarrollaba. [6] Para el contexto de fines del virreinato y comienzos de la República Flores Galindo sostenía también que era la violencia un ingrediente clásico en las relaciones sociales entre los hombres. Esa “violencia cotidiana”, ese “vivir separados” formó parte de la herencia colonial que heredamos y que aún reproducimos en nuestras relaciones contemporáneas. [7] La ciudad sumergida que el autor quiso comprender, la búsqueda del inca como proyecto que propuso y la tradición autoritaria que muestra en el desarrollo de la sociedad y el Estado peruano hacen de sus argumentos un campo abierto al debate y la reflexión crítica.
Siguiendo la línea de Tito, Eduardo Torres Arancivia ha considerado al siglo XX peruano como el siglo más violento, populista y autoritario de la vida republicana. Para el autor, el populismo tiene como cara visible a un líder carismático que utiliza la demagogia para conseguir el apoyo popular y poder representarlo. De la misma manera, el gobierno populista derrocha los fondos públicos con el objetivo primordial de sostener su Estado patrimonial-clientelista. El populista se convierte efectivamente en dueño del Estado y fomenta la enemistad social entre los grupos que conforman la sociedad que domina, es un agente astuto que materializa la tesis de “dividir para reinar”, manteniendo su desprecio por el orden legal y destruyendo así la democracia. Por todo ello, concluye Torres Arancivia que el populismo es tal vez una de las formas más nocivas de autoritarismo y que la dictadura es el autoritarismo llevado a su máxima expresión. [8]
Es algo cotidiano considerar la presencia del autoritarismo en acciones militares, en golpes de Estado comandados generalmente por las fuerzas armadas, sin embargo, la realidad peruana nos muestra que no solamente encontramos comportamientos autoritarios en los miembros castrenses, sino en las mismas relaciones cotidianas y civiles. Por ejemplo, el papel del hombre providencial (el Mesías) y la creencia en un gobierno fuerte para acabar con la crisis es un postulado altamente autoritario. El pueblo tiene en la memoria colectiva esa traba social, no puede confiar en partidos ni en grupos organizados, prima en sus pensamientos la labor individual del líder carismático y con mano dura para acabar con el desastre. Solo así entendemos la tesis de Augusto Ruiz Zevallos de que el Perú terminó convertido en una sociedad sin centro, en donde todos los hombres apuntaban en direcciones contrarias, sin interesarles el destino colectivo del país. [9]
Estos mismos postulados los ha señalado el historiador Heraclio Bonilla, cuando ha reflexionado sobre el comportamiento político de los gobiernos de la segunda mitad del siglo XX. Como afirma el autor: “Habrán nuevos cambios en los nombres de los presidentes, pero nada indica […] que la situación vaya a experimentar un cambio profundo.” Las autoridades están más preocupadas en equilibrar los parámetros macroeconómicos que en permitir una real distribución de los ingresos del Estado. Solamente se inclinan a dar una miserable limosna cuando estallan movimientos sociales de protesta que ponen en peligro su estabilidad, o si se encuentran en plena campaña electoral con el único objetivo de ganar los votos populares. “Seguirán por cierto, otros Fujimoris u otros Toledos [podemos decir otros Leguías], con la capacidad momentánea de encender el entusiasmo de la gente, pero nada más.” [10] Ello, es una muestra clara de la ausencia de una fuerza organizada que permita alterar de manera real los cambios tibios o parciales desarrollados a lo largo de la historia peruana.
En ese sentido, los gobiernos de Leguía y Fujimori se caracterizaron como regímenes autoritarios y con síntomas de un populismo que llegó a convertirse en dictadura. El “hombre providencial” y el “líder carismático”, en ambos casos fueron utilizados para ganar adherentes y partidarios. El Oncenio fue calificado como la “patria nueva”, el “siglo de Leguía” y el presidente como “Wiracocha”, el “Nuevo Mesías” y “el gigante del pacífico.” [11]
Si bien Fujimori no recibió esos títulos tan resonantes fue considerado como un personaje que supo utilizar sus rasgos raciales para arrebatarle el poder político al “blanco” y “candidato de los ricos” Vargas Llosa, aunque parezca poco real tal afirmación, en el Perú dicho argumento sigue siendo aún persistente. El racismo y su cuota obligada de menosprecio, marginación y exclusión social se fundamenta como un discurso ideológico de dominación social que establece jerarquías sociales entre las razas.[12] Esta vez la condición no blanca de Fujimori le ayudó a ser visto como un personaje cercano al pueblo y el típico “candidato de los pobres”, sus rasgos orientales también le sirvieron para ser calificado como trabajador y responsable. Por ello, “el chino” difundió su lema de campaña: “honradez, tecnología y trabajo.”
En síntesis, podemos afirmar que entre ambos gobiernos se dieron las siguientes similitudes:
En primer lugar, Leguía y Fujimori fueron antecedidos por gobiernos en crisis lo cual les permitió aparecer como una nueva opción y única alternativa de cambio capaz de reorganizar todo el aparato estatal y dar fin al desequilibrio económico nacional, accediendo con ello a una inmensa preferencia de los sectores populares del país.
En segundo lugar, al encontrarse ambos presidentes sin mayoría parlamentaria y sufrir una férrea oposición en el legislativo se vieron en la necesidad de romper el orden constitucional vigente a través del golpe de Estado. Apoyados por las fuerzas armadas cerraron el Congreso y se apoderaron de las principales instituciones gubernamentales logrando así tener el total control político del país dando inicio a un marcado régimen autoritario.
En tercer lugar, se vieron en la urgencia de tomar una serie de medidas que les permita legalizar el golpe, que les dé a la vez la tranquilidad de mantenerse en el poder. Entre ellas tenemos: la elaboración de una nueva Carta Magna y sus posteriores enmiendas, el establecimiento de un nuevo Congreso con mayoría del gobierno, la realización de la tan esperada “utopía de modernidad”, así como, el apoyo del Estado a los sectores más necesitados del país.
En cuarto lugar, para cumplir con todas las exigencias de cambio, se necesitó la participación de sectores internos, pero principalmente externos en el ámbito nacional. De esta manera, las inversiones jugaron un rol fundamental en tan ambiciosa empresa a la vez que ponían al país en una total dependencia que llevarían al resquebrajamiento de las bases del autoritarismo y su posterior caída.
Finalmente, la total dependencia hacia el capital foráneo, la crisis económica existente, la violación de los derechos humanos y de expresión, la coacción del aparato estatal y particular, así como, la excesiva corrupción generalizada y el surgimiento de nuevos líderes políticos, dieron lugar a la descomposición de los regímenes y el inicio de un largo proceso de transición en la escena política del país.
En definitiva, Leguía y Fujimori representaron dos momentos en la historia republicana del Perú en donde la tradición autoritaria supo manejar los intereses de la sociedad y logró la estabilidad del sistema de gobierno por un tiempo prolongado, sin embargo, paradójicamente, ese mismo sistema ocasionó que ambos regímenes precipitaran su violenta caída del poder del Estado.[13]
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[1] Licenciado en Historia por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (2008), autor de 3 libros, 33 artículos y conferencista en 31 eventos académicos de su especialidad. Director de Illapa. Revista Latinoamericana de Ciencias Sociales (3 números, 2007-2008) y de la Colección Historia de la Prensa Peruana (2 números, 2007-2008). Ganador de la Beca Roberto Carri 2009 por la cual, actualmente, estudia la Maestría en Historia en el Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín en Buenos Aires-Argentina (2009-2010).
[2] Bachiller en Ciencias Sociales, especialidad de Historia (UNMSM, 2007). Se encuentra preparando su Tesis sobre la prensa durante la República Aristocrática. Ha publicado el libro Lima a través de la prensa (2008); 9 artículos de investigación y ha dado 13 conferencias en congresos de su especialidad. Actualmente es codirectora de la revista Illapa y de la Colección Historia de la Prensa Peruana e investigadora del Archivo Arzobispal de Lima.
[3] Carlos Contreras y Marcos Cueto. Historia del Perú contemporáneo. Lima: Red para el desarrollo de las Ciencias Sociales en el Perú, 2007, pp. 234-235.
[4] Franklin Pease. Breve historia contemporánea del Perú. México: Fondo de Cultura Económica del Perú, 1999, pp. 162-163.
[5] Peter Klarén. Nación y sociedad en la historia del Perú. Lima: IEP, 2005, pp. 487-488.
[6] Alberto Flores Galindo. La tradición autoritaria. Violencia y democracia en el Perú. Lima: Sur Casa de Estudios del Socialismo – APRODEH, 1999.
[7] Alberto Flores Galindo. La ciudad sumergida. Aristocracia y plebe en Lima, 1760-1830. Lima: Editorial Horizonte, 1991.
[8] Eduardo Torres Arancivia. Buscando un rey. El autoritarismo en la historia del Perú. Siglo XVI-XXI. Lima: Fondo Editorial de la PUCP, 2007, pp. 139-141.
[9] Augusto Ruiz Zevallos. Buscando un centro. La crisis de la modernidad y el discurso histórico en el Perú. Lima: Universidad Nacional Federico Villarreal, 1998.
[10] Heraclio Bonilla. La trayectoria del desencanto. El Perú en la segunda mitad del siglo XX. Lima: Arteidea editores, 2006, pp. 157-162.
[11] Manuel Burga y Alberto Flores Galindo. Apogeo y crisis de la república aristocrática. Lima: Fundación Andina- Sur Casa de Estudios del Socialismo, 1994, pp. 224-225.
[12] Alberto Flores Galindo. Buscando un inca: Identidad y utopía en los andes. Lima: Sur Casa de Estudios del Socialismo, 2005, pp. 235-236.
[13] Daniel Morán y María Isabel Aguirre. “Leguía y Fujimori: Entre la democracia y el autoritarismo en el Perú del siglo XX.” Illapa. Lima, Nº 3, 2008.
[1] Licenciado en Historia por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (2008), autor de 3 libros, 33 artículos y conferencista en 31 eventos académicos de su especialidad. Director de Illapa. Revista Latinoamericana de Ciencias Sociales (3 números, 2007-2008) y de la Colección Historia de la Prensa Peruana (2 números, 2007-2008). Ganador de la Beca Roberto Carri 2009 por la cual, actualmente, estudia la Maestría en Historia en el Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín en Buenos Aires-Argentina (2009-2010).
[2] Bachiller en Ciencias Sociales, especialidad de Historia (UNMSM, 2007). Se encuentra preparando su Tesis sobre la prensa durante la República Aristocrática. Ha publicado el libro Lima a través de la prensa (2008); 9 artículos de investigación y ha dado 13 conferencias en congresos de su especialidad. Actualmente es codirectora de la revista Illapa y de la Colección Historia de la Prensa Peruana e investigadora del Archivo Arzobispal de Lima.
[3] Carlos Contreras y Marcos Cueto. Historia del Perú contemporáneo. Lima: Red para el desarrollo de las Ciencias Sociales en el Perú, 2007, pp. 234-235.
[4] Franklin Pease. Breve historia contemporánea del Perú. México: Fondo de Cultura Económica del Perú, 1999, pp. 162-163.
[5] Peter Klarén. Nación y sociedad en la historia del Perú. Lima: IEP, 2005, pp. 487-488.
[6] Alberto Flores Galindo. La tradición autoritaria. Violencia y democracia en el Perú. Lima: Sur Casa de Estudios del Socialismo – APRODEH, 1999.
[7] Alberto Flores Galindo. La ciudad sumergida. Aristocracia y plebe en Lima, 1760-1830. Lima: Editorial Horizonte, 1991.
[8] Eduardo Torres Arancivia. Buscando un rey. El autoritarismo en la historia del Perú. Siglo XVI-XXI. Lima: Fondo Editorial de la PUCP, 2007, pp. 139-141.
[9] Augusto Ruiz Zevallos. Buscando un centro. La crisis de la modernidad y el discurso histórico en el Perú. Lima: Universidad Nacional Federico Villarreal, 1998.
[10] Heraclio Bonilla. La trayectoria del desencanto. El Perú en la segunda mitad del siglo XX. Lima: Arteidea editores, 2006, pp. 157-162.
[11] Manuel Burga y Alberto Flores Galindo. Apogeo y crisis de la república aristocrática. Lima: Fundación Andina- Sur Casa de Estudios del Socialismo, 1994, pp. 224-225.
[12] Alberto Flores Galindo. Buscando un inca: Identidad y utopía en los andes. Lima: Sur Casa de Estudios del Socialismo, 2005, pp. 235-236.
[13] Daniel Morán y María Isabel Aguirre. “Leguía y Fujimori: Entre la democracia y el autoritarismo en el Perú del siglo XX.” Illapa. Lima, Nº 3, 2008.